miércoles, 4 de julio de 2007

HIROSHIMA




La hora H: 8h 15'17" del día 6
A las 7.50 hora de Tokio, el Enola Gay volaba sobre las inmediaciones de la isla de Shikoku. A las 8.09 se divisó desde el avión el contorno de Hiroshima. Tibbets ordenó a los dos aviones de escolta que se retirasen y, por el interfono, indicó a su tripulación que se pusiera los anteojos que habían de protegerles contra el resplandor de la explosión. A las 8.1 1, Tibbets accionó el mecanismo preparatorio para soltar a Little Boy. Faltaban menos de cinco minutos. Debajo del Enola Gay, la ciudad de Hiroshima se veía cada vez más cerca. El apuntador Ferebee se sabía de memoria la planimetría de la ciudad. Rápidamente encuadró su punto de mira en el lugar elegido: un gran puente sobre el río Ota. Cuando tuvo, puso en marcha la sincronización automática para el minuto final del lanzamiento. El plan preestablecido era lanzar la bomba a las 8.15, hora local. Las favorables condiciones atmosféricas y la pericia de Tibbets permitieron que el avión coincidiera con el objetivo exactamente a las 8 horas, 15 minutos y 17 segundos. En aquella hora fatídica se abrieron las compuertas del pañol y, desde una altura de 10.000 metros, el ingenio atómico inició su trayectoria genocida.
Aligerado de un peso de más de 4.000 kilos, el bombardero dio un gran brinco hacia arriba. Tibbets marcó un picado hacia estribor y a continuación hizo un viraje cerrado de 158', a fin de alejarse al máximo del punto de explosión. Al mismo tiempo, desde el instante del lanzamiento, Tibbets se puso a contar mentalmente los segundos calculados hasta que la bomba estallara. Transcurridos 43 segundos, cuando el avión se encontraba a 15 kilómetros del punto del impacto, la bomba hizo explosión, accionada por una espoleta automática a unos 550 metros por encima del punto de caída y a 200 metros escasos del blanco elegido.
Una enorme bola de fuego se iba transformando en nubes purpúreas...
Repentinamente, el espacio se había convertido en una bola de fuego cuya temperatura interior era de decenas de miles de grados. Una luz, como desprendida por mil soles, deslumbró a pesar de los lentes a Bob Caron, el ametrallador de cola, que, por su posición en el aparato, quedó encarado al punto de explosión. Una doble onda de choque sacudió fuertemente al avión, mientras abajo la inmensa bola de fuego se iba transformando en una masa de nubes purpúreas que empezó a elevarse hacia las alturas, coronándose en una nube de humo blanco densísimo que llegó a alcanzar 12 kilómetros de altura y que adoptó la forma de un gigantesco hongo. «Entonces nos dimos cuenta -explicaría Tibbets- de que la explosión había liberado una asombrosa cantidad de energía.» El Enola Gay, superada la prueba de la onda de choque, viró hacia el sur y voló sobre las afueras de Hiroshima, a fin de fotografiar los resultados del histórico bombardeo. Y entonces fue cuando la tripulación pudo comprobar la espantosa destrucción que habían sembrado. Iniciado el vuelo de regreso, a 600 km de distancia todavía era visible el hongo que daba fe de la aparición del arma que abría una nueva y dramática era en la historia de la humanidad.
Una sensación impresionante dominaba a toda la tripulación, como si la tensión nerviosa liberada hubiera dado paso a la obsesionante idea de haber provocado una destrucción sin precedentes. Parsons y Tibbets lanzaron entonces el mensaje que iba a conmover al mundo: «Resultados obtenidos superan todas las previsiones.»
El fin de la Segunda Guerra Mundial A las 2 de la tarde, el Enola Gay tomaba tierra en Tinian. La noticia del éxito de la operación «Bandeja de Plata» había circulado ya por el Pacífico. En el aeródromo estaban esperando los generales Le May y Arnold, venidos especialmente de Guam. El presidente Truman recibió el mensaje a bordo del crucero Augusta. En su entorno, todo era exaltación y entusiasmo. Sólo el general Eisenhower condenó espontáneamente el uso de la terrible bomba contra un núcleo habitado, considerando que tal demostración no era necesaria para derrotar a Japón. Pero la inmensa mayoría -como dijo Raymond Cartier- «no vio en la aparición del arma nuclear otra cosa que el fin rápido de la guerra y la economía de sangre americana que ello reportaba. »
No obstante, había algo más: ante la configuración del mundo de la posguerra y la emergencia de la Unión Soviética como gran potencia, la horrible demostración de Hiroshima perseguía el evidente fin de intimidar a Stalin y hacerle más razonable. Yalta y Potsdarn estaban perfilando una posguerra en la que los ocasionales aliados de ayer iban a dividir el mundo en dos bloques antagónicos.
Sin embargo, como era de esperar, las previsiones en cuanto a lo resolutivo de la bomba se cumplieron: el día 7, Japón se dirigió a la Unión Soviética para que mediara ante Estados Unidos en busca de un armisticio. Los rusos contestaron declarando la guerra a Japón y desencadenando de inmediato una gran ofensiva en Manchuria. El día 9, otro B-2 l Bockscar, pilotado por el mayor Sweeney, lanza otra bomba nuclear -ésta de plutonio- sobre Nagasaki. La «implosión» - pues éste fue el sistema practicado para provocar la reacción en cadena del plutonio activado- estuvo a punto de desintegrar la superfortaleza que efectuó el lanzamiento. Los efectos, debido a la topografía de Nagasaki, no fueron tan espantosos como los del ataque precedente. Pero fueron suficientes para que, a las 2 de la madrugada del día 10, el Consejo Supremo de Guerra japonés, presidido insólitamente por el emperador Hiro Hito -que, ante lo gravísimo de los momentos, había decidido descender de sus divinas alturas -, se dirigiera a Estados Unidos pidiéndole el cese de las hostilidades y aceptando la rendición incondicional exigida por los aliados.
La capitulación se firmaría el 2 de septiembre de aquel mismo año: la Segunda Guerra Mundial había terminado, tras 6 años y 1 día de duración. Pero queda por reseñar lo sucedido en la ciudad mártir, tras de recibir su bautismo de fuego atómico.


Una explosión de 20 kilotones
La bomba lanzada en Hiroshima tenía una potencia equivalente a 20 kilotones, es decir, a veinte veces la explosión de mil toneladas de TNT. Los efectos mortales de esta bomba podían proceder de tres causas distintas: la acción mecánica de la onda expansivo, la temperatura desencadenada y la radiactividad.
El calor generado por la energía liberada se elevó a temperaturas capaces de fundir la arcilla, alcanzando decenas de miles de grados. Este colosal desprendimiento provocó una columna de aire huracanado y a continuación, para llenar el descomunal vacío, se produjo otra onda en sentido contrario cuya velocidad superó los 1.500 kilómetros por hora. El terrible soplo produjo presiones de hasta 10 toneladas por metro cuadrado.
El detalle de estos efectos sobre la ciudad llega a lo indescriptible: trenes
enfermedades derivadas de la hecatombe nuclear.
que vuelcan como golpeados por un gigante, tranvías que vuelan con una carga de cadáveres hechos pavesas, automóviles que se derriten, edificios que se desintegran y se convierten en polvo incandescente, manzanas de viviendas que desaparecen por un ciclón de fuego.
Toda una zona de 2 km. de radio se transformó en un crisol, que la dejó arrasada como si un fuego infernal y un viento cósmico se hubieran asociado apocalípticamente. Y en kilómetros a la redonda, incendios y más incendios atizados dramáticamente por un vendaval de muerte. Por los restos de lo que fueron calles, empezaron a verse supervivientes desollados, con la piel a tiras, unos desnudos, otros con la ropa hecha jirones. Los que murieron en el acto, sorprendidos en el punto de la explosión, se volatilizaron sin dejar rastro. Tan sólo alguno, situado junto a un muro que resistió la onda expansiva, dejó una huella en la pared, una silueta difuminada de apariencia humana, como una sombra fantasmagórica, que fue en lo que vino a quedar el inmolado. Otros se vieron lanzados, arrastrados por un rebufo arrollador, y se encontraron volando por el aire, como peleles de una falla sacudida por un vendaval. Alguno fue a parar milagrosamente a la copa de un árbol, a muchos metros de distancia de su lugar de arranque.
En los alrededores de] punto cero, todo quedó carbonizado. A 800 metros, ardían las ropas. A dos kilómetros, ardían también los árboles, los matorrales, los postes de¡ tendido eléctrico, cualquier objeto combustible. Tal era la fuerza del contagio ígneo.


El sol de la muerte
Pero quedaba el tercer y más traicionero efecto: el «sol de la muerte», como llamaron los japoneses al efecto radiactivo que provocó la acción de los rayos gamma, delta y alfa. Las personas, según su cercanía al punto de caída de la bomba atómica, aparecían llagados, llenos de terribles ampollas. Todos los supervivientes, en un radio de 1 km a partir del epicentro, murieron posteriormente de resultas de las radiaciones. Los muertos por estos insidiosos efectos lo fueron a millares y se fueron escalonando a lo largo del tiempo, según el grado de su contaminación. Veinte años después de la explosión, seguían muriendo personas a consecuencia de los efectos radiactivos.
Junto a los millares de muertos instantáneamente y de los que con posterioridad fallecieron de resultas de las quemaduras o de la radiación, se registraron hechos singulares. Por ejemplo, algunos habitantes se salvaron por haberles sorprendido los efectos de la explosión con vestimenta clara; en cambio, los que vestían de oscuro murieron rápidamente, por la capacidad del color negro de absorber el calor. Esta misma capacidad de absorción de las ondas calóricas por los cuerpos opacos ocasionó otro sorprendente fenómeno: la fotografía atómica. Hombres desintegrados, así como objetos diversos, dejaron su sombra grabada sobre los muros de las paredes en cuya cercanía se encontraban en el momento de la explosión, como hemos mencionado antes. La onda calórica siguió exactamente los contornos de una silueta y la grabó, para siempre, sobre la piedra.



El holocausto
Y cuando los supervivientes se recuperaron del horror y los servicios de socorro empezaron a prodigar sus cuidados a los heridos y a los quemados, se produjo la caída de una lluvia viscosa, menuda y pertinaz, que hizo a todos volver los ojos al cielo: el aire devolvía a la tierra, hecho toneladas de polvo y ceniza, todo lo que había ardido en aquel horno personas y cosas - y que las corrientes ascendentes habían succionado hasta las nubes.
Al día siguiente del bombardeo, un testigo presencial que recorrió la ciudad explicó el espeluznante panorama de desolación que constituía la visión de una población arrasada, sembrada de restos humanos que estaban en espantosa fase de descomposición, entre un olor nauseabundo a carne quemada. Una zona de 12 kilómetros cuadrados, en los que la densidad de población era de 13.500 habitantes por kilómetro cuadrado, había sido devastada. La llegada de un grupo de científicos confirmó que el explosivo lanzado era una bomba de uranio. La energía atómica había entrado en la historia por la puerta del holocausto.
Según los datos más fiables, el número de víctimas sacrificadas en Hiroshima fue de 130.000, de las que 80.000 murieron. Unos 48.000 edificios fueron destruidos completamente y 176.000 personas quedaron sin hogar

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